Sé que las letras que escribiré a continuación van a sonar un tanto alocadas; pero, a veces, el ser humano es así.
Hace más de veinte y seis años, un resplandor de vida se anunciaba bajo un mar embravecido que, con sus olas furiosas, vomitaba, de manera constante, espuma burbujeante cervecera. Una madre, serena y tranquila, aleteaba con dificultad debajo de la superficie del agua vaticinando, de forma inminente, un suceso cósmico capaz de silenciar cualquier alma. En la matriz del horizonte, una cola con forma de delta aplanada, se deslizaba y conseguía emerger de aquel inmenso cuerpo, abrigado por el océano cristalino que la veía nacer. Las olas iban dejando de brincar a ritmo endiablado mientras que las gotas de lluvia dejaban paso a finos halos de luz solar dándole la bienvenida al nuevo ser.
—¡El mar ha dado a luz! — gritaba al unísono la infinidad del océano.
La cría, con ojos alumbradamente azabaches, brotaba del mar con un libertino salto hacia el cenit de las brisas marinas recibiendo su primer soplo de aire fresco y puro.
Este torbellino de dulzura, vivió muy feliz junto a su familia hasta un trágico día del año 1992. Era de noche, y asustados por unos malditos barcos, nadaron veloces hacia la bahía. El mar, cambiante y traicionero, se encogió dejando a esta familia incapaz de moverse a pocos centímetros de profundidad. Deshojaron sus últimas esperanzas en un baño de lágrimas sabor a sal, subiendo y bajando el lomo como un agónico fuelle.
A lo lejos, un grupo de bípedos que, según contaban, tenían raciocinio y se disfrazaban de buenas intenciones, se acercaron a examinar tal frenesí de zumbidos. Pese a la indefensión de estos, para ellos, nuevos seres, esta familia unida conservó su dignidad luchando por sobrevivir a cualquier precio. La cría, ya con cinco años de aleteos, gimió con angustia al ver cómo estos seres la separaban de su madre provocándole su último y desgarrador adiós a su infinita casa: el mar.
Sus cantos ya no viajaban libres por las aguas, sino que rebotaban contra las paredes de cristal de un acuario, como una sirena encerrada en una pecera cuyas lágrimas hacen rebosar su transparente jaula. Durante los próximos veinte años, no tuvo noticias de su familia. Ese gran vacío lo llenaban miles de bípedos, que sonreían al verle mientras aplaudían eufóricamente, y otros amigos, también conocedores del mar, que se reían felices al recibir unas cuantas sardinas frescas, siempre y cuando hicieran lo que les ordenaban. Aparentemente, su vida era tranquila y plácida; pero la vida no es vida si la libertad perece. Su estanque no era muy grande comparado con la talla que portaba, es más, era capaz de hacer quinientas vueltas en ella en poco más de una hora. Pero no todo son desventajas, ya que no tenía que preocuparse de los peligros marinos (y no tan marinos) que eran su día a día en el océano. No tenía que pasar frío en los sobrecogedores hielos de la Antártida, no tenía que aligerarse para cazar, no tenía que preocuparse por su familia para no perderse por el camino… Ya saben, las aventuras de una vida en el mar, con sus hazañas y peligros.
Hace varios meses, se postula dar un cambio de aires a este cetáceo protagonista. La posibilidad de volver a su antigua casa y vivir en libertad; a sabiendas de que su instinto podría haberse perdido con estos años de comodidades. ¿Merece la pena? En ocasiones, estos bípedos olvidan que ser libre es un don tan valioso, que si este falla, todos los demás no importan. ¡Qué alocados son!; pero, a veces, el ser humano es así.