Había una época donde el Sol, inmenso y radiante, impactaba con su luz en un suelo verde cargado de vida bajo un permanente cielo turquesa que englobaba a unas nubes que, con sus esponjosas figuras, hacían volar la imaginación de unos seres vivos protagonistas de un ciclo de vida equilibrado y natural. Una época donde un aire puro se rizaba al chocar frontalmente con bellos paisajes idílicos, con valles multicolor repletos de sonoros ríos y mares que hacían gemir a la Tierra y calmaban el clima. Pero, en el interior de la copa de un árbol seco, un sobrecogedor grito animal hizo temblar a la misma penumbra. Un nuevo ser bajó del árbol con movimientos saltarines, provocando el ahuyento de una bandada de pájaros que presagiaban lo peor. Con apariencia de civilizado, la oscuridad de sus pupilas mostraba su verdadera alma, siendo estas testigo de cómo su alrededor se ahogaba a su merced y propia voluntad. A día de hoy, este nuevo ser sigue actuando como una marioneta ciega guiada por su codicia jugando a ser Dios, e incluso, creando un nuevo continente en el que no vive aunque lo mereciera. Este llamado séptimo continente, sin duda de lo más repugnante que lleva la firma de estos nuevos animales, crece de manera alarmante e imparable. Se trata de un gran parche de millones de toneladas de plástico situado en el indefinido océano Pacífico. Este panorama nauseabundo aumenta cada vez más de desechos, alterando la vida en el mar que, con impotencia, contempla cómo este vertedero penetra en él cual remolino gigante provocado por la fuerza de corrientes marinas. Con ayuda de unos vientos traicioneros, esta gran sopa de plástico, equivalente a siete Españas, no puede llegar hacia las costas para que la madre naturaleza clame su venganza. Mientras incrementa la basura en este insólito y vergonzoso lugar, el planeta Tierra sigue tosiendo, enfermo de un virus que le ha parasitado hasta las mismas entrañas.